El muchacho de antes no usaba gomina

El pasado 30 de abril cumplí 30 años.
Todo un tema, siempre me imagine como me sentiría llegando a los 30 y no mis oráculos más pretenciosos podrían haber intuido ni un destello de esta luminosa apatía treinta añera que hoy tengo encima. Sin embargo no me pude escapar de ese necesario reconocimiento, ese instante al espejo para verme y recordarme.
Cambie tanto, (por suerte) y seguiré cambiando; aún no estoy pelado pero los genes así lo dictan en mi árbol genealógico. Pero no solo cambie la cara o la pinta (en un sentido decreciente… se entiende). Si no que cambie amigos, cambie arrepentimientos por orgullos y orgullos por vergüenzas, vergüenzas por anécdotas graciosas y anécdotas graciosas por excusas para una botella más.
Cambie de amores y encontré el amor gradote, ese del que Don Diego refiere como el del 98% cuando aprendí a quererme antes de quererte. Tuve tiempo y me quedé sin tiempo. En 30 años apenas le encuentro la pista al muchacho de 15 que quería ser aviador pero no milico, (bueno milico también pero no de derechas). Sin embargo, la pucha! Hay algo que no cambie, hay algo que no cambia y 30 años después lo veo al espejo tan oriundo como el primer día.
Mi jopo, no hay quién lo moje, ni quién lo peine, ni gel, ni rasuradota a cero nada de nada; mi jopo sigue ahí desde el principio de mi tiempo y creo que se quedará ahí hasta el fin. Puedo disimularlo un rato, o ponerle una boina al asunto, pero al amanecer el estará ahí, erguido e incambiable en sus conceptos, como un viejo anarquista que se resiste a todo acto de razón más allá de su convicciones. Desde un tiempo a esta parte he comenzado a aceptarlo, a no querer controlarlo a dejar que se exprese, que este ahí sin más, a entender que es lindo a pesar de lo importante de cambiar y dejarse cambiar; poder permanecer intacto en algo, fijo en una idea.
Porque lo que ustedes ni imaginan es donde están hundidas las raíces de mi jopo…